Objetores pedagógicos
El acudir a incentivos es recurrente en el debate laboral educativo. Una opinión tan rechazada por unos como apoyada por otros. Habría que distinguir dos tipos de incentivos: por tareas o por resultados. Por tareas es más habitual: por ejemplo, algunas autonomías crearon el complemento de tutoría, aunque es cierto que, aunque nacieron para pagar la labor del tutor, con el tiempo se fue generalizando a todo el profesorado. Por resultados es otra cosa, probado más en otros países que aquí, donde no ha dado buenos resultados, como pasó en Andalucía con aquel programa que, si no recuerdo mal, el docente podía llevarse hasta 7.000 euros si participaba en esta evaluación voluntaria de su trabajo ligada a determinados indicadores y objetivos.
Sin embargo, un camino más interesante me parece el negativo de esta frase: el reconocimiento que en el sistema pueda deambular el mal maestro, de tal forma que el mal maestro sea el estándar mínimo y la calidad extra deba ser abonada aparte. Este esquema, que es en esencia el que aporta Marina, no puede ser satisfactorio.
Malos y buenos maestros, en principio, habrá como habrá mejores y peores profesionales en cualquier sector productivo y profesional. La clave está en encontrar un sistema que propicie tener más de los segundos porque la política laboral es una de las principales armas de gestión de la política educativa.
En este sentido, tendemos a destacar las peculiaridades de la labor docente y por eso cuando salen a la palestra estos temas, uno de los primeros argumentos que surge es que los resultados van ligados al nivel sociocultural del alumnado. Efectivamente, hay resultados más fáciles de obtener que otros dependiendo del centro donde se imparta.
Pero más allá de sus peculiaridades, la docencia es también un sector laboral más, y la gestión de recursos humanos es un área de gestión muy estudiada como para que la Educación pretenda ser del todo ajena.
En esta tesitura, quizás el gran problema no esté en el techo –incentivar más al ‘bueno’– sino en el suelo que nos movemos, es decir, aceptar que el mínimo permitido es realmente muy mínimo o, mas bien, etéreo.
Así, de tratar con docentes activos, innovadores, implicados, profesionales, rigurosos, etcétera, lo que primeramente se detecta es la sensación de que cualquier plus –que a veces es simple profesionalidad– se percibe interiormente como voluntarismo que a) recibe el escepticismo de los compañeros y b) no es respaldado por la Administración. Por tanto, mi percepción es que el buen profesional se ve solo y desconsiderado. Un sistema laboral que pone todo en contra de la iniciativa profesional. Y no tanto por no ser incentivado, sino por la sensación de que vive peor el que más y mejor hace.
Coincide esto pues con el análisis de Marina, que da igual ser buen o mal profesional, pero no está en el incentivo al ‘buen’ docente la solución, sino en arreglar un modelo laboral que admite la falta de profesionalidad.
Más, cuando la tendencia se encamina hacia una desprivatización de la práctica docente, donde el eje pedagógico se está trasladando del maestro individual al proyecto de centro. Esta tendencia está dejando obsoleta la normativa laboral a marchas forzadas, y cada vez se entiende menos, por ejemplo, que los concursos de traslados destrocen proyectos educativos de centro como el lingüístico, simplemente, porque la vacante que hasta ahora ocupaba un profesor con idiomas pase a otro que no tiene tales habilitaciones. En este sentido, en pos de la libertad de cátedra, el sistema permite ‘objetores pedagógicos’. Habría que preguntarse si aquella reserva de conciencia cumple hoy su mismo papel cuando de lo que se trata es de desarrollar proyectos pedagógicos.
El tema es complejo y por tanto no es para lidiarlo en cuatro frases sueltas, existen riesgos de arbitrariedad, no todos estamos al 100% a lo largo de toda la vida profesional, la propia definición del concepto ‘buen maestro’, etcétera. Pero al igual que las nuevas tecnologías, la globalización y demás están reformulando pedagógicamente la docencia, la nueva escuela también obliga a un análisis de nuestra normativa laboral. Como he dicho, en esencia, la política laboral es la clave de la política educativa. Esto es la primera derivada de la conocida máxima: “La calidad de la escuela es la calidad de su profesorado”.