El reencuentro
Al ver la cara del herido, se le cortó la respiración. En cuanto corroboró su nombre, una miríada de recuerdos azotó su torturada mente, que tanto había tardado en sanar: las burlas, las zancadillas, los insultos, el maltrato, las persecuciones… lo envolvieron con tal fuerza que prevalecieron sobre el presente, sumergiéndolo en el dolor del pasado.
Doctor, ¿se encuentra bien? –. La apremiante voz de la enfermera lo devolvió a la realidad.
– ¿Eh?… –pronunció confuso–. Si, claro.
–Acabo de llamarle cuatro veces seguidas, y estaba completamente ausente –le rebatió con tono inquisitivo.
–Perdone –se disculpó–. Se me había quedado la mente en blanco. ¿Nunca le pasa esto?
Arrancó a caminar junto a la camilla del paciente, mientras su mirada leía el informe detallado: “Nombre: Alejandro Martínez; Edad, 32 años; Sexo: varón; Residencia: calle Balmes, 38; Grupo sanguíneo: AB+; Alergias conocidas: ninguna; Medicamentos habituales: Bupropión y Mirtazapaina”…
«¡Antidepresivos!», se asombró, «Y tan fuertes».
Sus ávidos ojos se detuvieron en seco ante el motivo de la urgencia que, sin dar crédito, releyó: “Herida por arma blanca con penetración en el abdomen y afectación del hígado”.
«¿Cómo?», caviló, «Un navajazo en el estómago que le ha atravesado el hígado… ¿Qué narices le ha podido ocurrir? ¿En qué clase de problemas anda metido?».
En cuanto entraron en quirófano sus divagaciones se disiparon y se centró por completo en atenderle. Se ajustó la mascarilla y estudió la herida mientras el anestesiólogo y la enfermera estabilizaban al paciente, iniciando un control de sus signos vitales. Dada la magnitud de la hemorragia, pasaron directamente a la apertura quirúrgica, y localizaron el origen exacto del sangrado. La hemorragia, apenas contenida, ocultaba los daños y riesgos posibles, por lo que debía focalizarse en detenerla y limpiarla. Una vez logrado, pasó a la reparación del órgano. Al tratarse de una lesión reversible, procedió a suturar los vasos sanguíneos y los tejidos. Con la tercera puntada, una imagen fugaz cruzó la mente del cirujano: en el lavabo de su casa, cosía con manos torpes un corte profundo en el interior del brazo. Había sido un día duro en el instituto; a parte de las habituales mofas y trascabos, le habían empujado con fuerza. Al caer al suelo, un cristal le hendió la extremidad derecha. Y todo aquello por negarse a darles el bocadillo, como le exigieron…, rememoró con amargura. Tras su negativa lo habían arrastrado hasta los contenedores de basura. Lo encerraron en uno de ellos, repleto de inmundicias. Para esconder la herida a sus padres, se vio obligado a simular que todo aquello no había sucedido.
Un apretón en el brazo lo devolvió, por segunda vez ese día, al presente. Sin dilación, reemprendió la sutura, haciendo un esfuerzo por centrarse en la tarea.
***
Cinco horas y media de intervención y cinco desfibrilaciones.
«Qué irónico», pensó con disgusto.
Habían sido cinco años y medio los que transcurrieron bajo aquel abuso constante.
«¿Por qué ahora, ¿después de tantos años?».
Para desterrarlo de su mente «debo llegar al meollo del asunto», se dijo, para que la curiosidad no pudiera con él. Además, no podía permitirse distracciones tales en el trabajo. «Por Dios, ¡hay muchas vidas que dependen de mí!».
Hasta bien entrada la noche estuvo en el Navegador y, aunque todavía le faltaban algunas piezas, logró dejar casi todo el puzle construido. Al parecer, Jandro trabajó como operario en una fábrica durante varios años tras abandonar sus estudios universitarios. Se sorprendió de nuevo: la información detallaba que había sido detenido a causa de diversos crímenes, junto con cinco hombres más.
«¿Será posible que se hubiera unido a una banda de criminales?».
***
Estaba seguro de que no sobreviviría. De hecho, ni siquiera contemplaba esa posibilidad cuando aceptó el encargo. Pero lo encontró en su rehabilitación, preguntándose un por qué.
En su nuevo apartamento había realizado toda la búsqueda que consideró pertinente.
Tras acabar el instituto, Riqui se matriculó en la Universidad de Barcelona para estudiar medicina. Graduado con honores, como cabía esperar, se convirtió en el prestigioso doctor don Enrique Ballares, uno de los más reconocidos cirujanos de Cataluña y, por ende, de todo el país. Al mismo tiempo, el popular Jandro Martínez del instituto había pasado a ser un donnadie, un criminal perseguido por la ley que se dejó atrapar por las garras de la muerte demasiado temprano.
Jandro trató de entender por qué la tomó con Riqui. Sin embargo, no halló respuesta. Aquel era el chico nuevo, del que en seguida supo que presumía de tener una familia perfecta, de alcanzar unas calificaciones insuperables, de disfrutar de amigos fieles, es decir, de todo lo que él no había disfrutado.
Una vez empezó, fue imposible pararlo: cada burla lo hacía más fuerte, sin querer ver de que estaba destruyendo la vida de ese niño. Para justificarse, se repetía: «Es injusto que unos lo tengan todo mientras otros ni siquiera tenemos a alguien que nos quiera».
Dejó de tener pesadillas, gracias a Dios, mas todavía recordaba cuando, en su infancia, había noches en las que la oscuridad se cernía sobre él, mientras las zarpas del pasado le rasgaban por dentro al revivir el accidente que puso su vida patas arriba, en el que murieron sus padres y el niño que había en su cuerpo de diez años.
***
Se levantó y le estrechó la mano.
–Gracias por acceder a verme – dijo con tono grave.
–No hay de qué.
Se sentaron y esperaron en silencio a que les trajeran el café y unas pastas.
–Yo… – titubeó Jandro –, quiero darte las gracias por salvarme la vida.
–No hay de qué –repitió–. En eso consiste mi trabajo.
El herido se armó de un valor que no sentía que poseía y tartamudeó:
–También quiero pedirte perdón por… Bueno… Ya sabes… Por todo. Soy una persona horrible y la tomé contigo.
Riqui sabía de antemano que la conversación iba a ir por esos derroteros. Aunque por fin eran dos adultos civilizados que se reconciliaban, por un momento el cirujano volvió a sentirse como aquel pequeño asustado ante el acoso. Necesitó hacer un ademán de cabeza para desprenderse de aquella sensación atosigante, le devolvió una respuesta rápida y dio un sorbo al café, que estaba caliente y amargo, como le agradaba. Sintió el recorrido del líquido negro por su garganta, que le bajó por las entrañas, relajándolo.
Mantuvieron una conversación cortés, hasta que el médico se excusó:
–Lo siento, mi hora de descanso ha terminado –se despidió, poniéndose en pie.
–¡Riqui! –. El aludido se dio la vuelta. – ¿No tuviste en ningún momento el impulso de dejarme allí?
– No –le respondió con un monosílabo.
– ¿Por qué?
–”No juzguéis y no se os juzgará. No condenéis y no se os condenará. Perdonad y se os perdonará”.
–¿Por qué? –insistió.
–Porque te perdoné hace mucho tiempo.

Blanca Alonso, ganadora de la XX edición www.excelencialiteraria.com
