La muerte de Sócrates
Cuando el sol se escondió en el horizonte, el cielo ateniense se tiñó de un acérrimo sentimiento de pesadumbre. El momento había llegado. La cicuta, centro de atención de las miradas desconfiadas de los discípulos, había de sentenciar un fatal destino para –en palabras de Fedón– el mejor de los mortales, el más sabio y justo de los hombres. El maestro, en cambio, enfrentaba su desdicha con el rostro sereno, convencido de la inmortalidad de su alma y de que valía más padecer una injusticia que cometerla. Sabía que de haber escapado de su condena, habría salvado su cuerpo, pero no su alma. Con este gesto de valentía, Sócrates acababa de transformar el modelo homérico de la muerte bella; su última enseñanza fue que la heroicidad no sólo se demuestra en el campo de batalla, sino permaneciendo fiel a los propios principios. Finalmente, tras recordarle a Critón la necesidad de sacrificar un gallo a Asclepio, quien lo libraría de la cárcel del alma, los ojos de Sócrates se apagaron para siempre y sus amigos lloraron su pérdida.
Sin embargo, lo que desconocían nuestros antepasados es que sólo muere quien es condenado al olvido, que la admiración por el mundo clásico no acabaría de diluirse en el tiempo. La herencia socrática se asemeja a lejanos retazos de una melodía de antaño. El modesto, y paradójicamente sapiencial, «Sólo sé que no sé nada» se ha transformado en una lucha sin tregua por el monopolio de la verdad. Una verdad relativa e individualizada, hecha a nuestra medida para evitar la incomodidad de reconocernos ignorantes.
«Opinar es gratis», parece ser el lema de los tuiteros, sofistas del siglo XXI. En los últimos años, no dejan de sucederse ejemplos de autodenominados epidemiólogos, vulcanólogos, vaticanistas e, incluso, expertos electricistas cuya única ocupación real parece ser la de llamar la atención de los usuarios de las redes sociales más vulnerables: quienes no se asoman a los libros para curtirse de los peligros que acechan el pensamiento crítico. Así pues, hoy resuena más que nunca la sentencia de Unamuno: «Cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee».
A diferencia de Sócrates, partero al ayudar a “dar a luz” a la verdad con su mayéutica, basada en el diálogo y las preguntas retóricas, nuestros razonamientos no están destinados a progresar asumiendo el riesgo de contradecirnos, sino a encontrar argumentos para persistir en nuestras creencias. Encerrados en una espiral de dogmatismo y desposeídos de las armas del lenguaje para entablar conversaciones lideradas por la escucha, acabamos anteponiendo el orgullo a las ideas mismas.
Por ello, no sólo Sócrates ha muerto, sino nuestra sociedad, que ha desechado su legado y camina errante sin una guía segura que alumbre el intelecto.

Inés García Pescador, ganadora de la XIX Edición www.excelencialiteraria.com
