Educar en la verdad: la más honda de las revoluciones

Decía Aristóteles que la política es el arte de las artes, porque de ella dependen todas las demás. Sin embargo, quizás deberíamos atrevernos a corregirlo: la verdadera raíz de todo arte, de toda ética pública, de toda posibilidad de justicia o belleza compartida, es la educación. Sin educación no hay política sana, ni economía justa, ni sociedad verdaderamente humana. Todo lo demás se tambalea si no hay educadores que sostengan, a fuego lento, el alma colectiva.
Llucià Pou Sabaté
Teólogo
13 de June de 2025
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Quienes formamos parte del mundo educativo –docentes, orientadores, formadores, familias conscientes– lo sabemos bien: educar no es solo transmitir contenidos, sino formar personas con criterio, sensibilidad y sentido. Y esta tarea se vuelve heroica en un mundo donde, con demasiada frecuencia, quienes deberían dar ejemplo –políticos, personajes públicos, referentes mediáticos– actúan desde la mentira, la manipulación, la incoherencia o el puro interés. La mala educación se ha hecho visible, incluso respetable en algunos casos, como si gritar, mentir o despreciar fuesen signos de carácter.

Pero no lo son. Son signos de vacío.

Educar bien, en cambio, es nadar contracorriente. Es creer que la verdad sigue importando. Que la honradez es valiosa. Que la coherencia entre lo que uno piensa, dice y hace no es una utopía ingenua, sino una necesidad vital. Como recordaba Hannah Arendt, la educación es ese lugar donde decidimos si entregamos el mundo mejor o peor a la siguiente generación. No es un trámite: es un acto político en el sentido más noble del término.

La estructura profunda del cambio

La historiografía de la Escuela de los Annales, nacida en París en el siglo XX, propuso una forma muy sugerente de entender cómo cambia una sociedad: como si se tratara de capas concéntricas de una cebolla.

La capa más externa es la política: lo más visible, lo más volátil, lo que cambia con rapidez –a veces con ruido, a veces con vértigo–. Más adentro está la economía, que tiene ritmos algo más lentos, pero que determina muchas dinámicas. A continuación, una capa aún más densa: la sociedad, entendida como tejido de costumbres, redes, instituciones, formas de vida. Y, en el núcleo, lo más profundo de todo: las mentalidades colectivas, los imaginarios, las creencias compartidas, las visiones del mundo. Es ese magma invisible que, como en el interior de la Tierra, termina moldeando lentamente la superficie.

¿Dónde trabaja la educación? Precisamente ahí: en el fondo, en las mentalidades, en lo invisible. La educación no hace ruido, pero lo transforma todo. No gobierna, pero hace posible que gobernar sea algo más que un ejercicio de fuerza. No produce riqueza directamente, pero crea las condiciones para que haya justicia, creatividad y prosperidad sostenibles.

Educar con coherencia: una tarea profundamente humana

Frente al cinismo de quienes dicen que “todos son iguales” o que “nada va a cambiar”, educar es un acto de resistencia. Como Penélope, tejemos cada día una red de humanidad que otros –desde el poder o desde la banalidad– destejen por la noche. Como Sísifo, volvemos a empezar cada mañana, sabiendo que el esfuerzo no es en vano, porque cada alumno, cada niño, cada joven que aprende a pensar con claridad y a vivir con dignidad, es una semilla de transformación real.

Freire lo entendió bien: “la educación no cambia el mundo. Cambia a las personas que van a cambiar el mundo”. Y Montessori añadía que “cualquier ayuda innecesaria es un obstáculo para el desarrollo”. Por eso educar exige respeto, paciencia, escucha, y una fe inquebrantable en el crecimiento humano.

Y también exige vivir en la verdad. Porque sin verdad, no hay amor. Y sin coherencia, no hay amistad. Quien vive en la mentira, aunque tenga poder, está solo. Aunque reciba aplausos interesados, no será amado de verdad. Aunque tenga influencia, no dejará huella luminosa. Solo quien es sincero consigo mismo puede construir vínculos reales, y solo desde ahí se puede enseñar con autenticidad.

La dignidad del educador: sembrar donde otros destruyen

Hoy más que nunca, necesitamos educadores que no se resignen. Que no eduquen “de cualquier manera”, sino con el alma. Que no se acomoden al desánimo, sino que sigan creyendo en la fuerza del ejemplo, de la palabra justa, del acompañamiento respetuoso. Que miren a sus alumnos no como problemas, sino como personas en construcción. Que entiendan que educar bien, aunque parezca invisible, es la más profunda de las revoluciones.

Porque sí: en una sociedad donde la política se degrada, donde la economía domina, donde los valores parecen disolverse… solo una educación centrada en la verdad puede sostener la esperanza. Y cada vez que un educador siembra esa semilla –aunque no vea el fruto– está siendo fiel a la misión más noble que puede existir: hacer de la humanidad algo más humano.

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Comentarios

  1. Pep Cartañà
    15 de June de 2025 16:49

    Tinc la idea d’escriure el sisé llibre des de la jubilació. Y penso que ha de ser d’educació. Aquest escrit teu és com si l’hagués escrit jo. Cortet, peró útil. Ahir, de Infovaticana va sortir un llarguet escrit d’origen Pius XI (encíclica?) molt interessant. Em sembla que tinc sort aquests dos dies darrers. L’anterior llibre és Trascendencia y Libertad. Però em vaig quedar curt. Bé, faré 85 anys, espero tenir temps de fer el darrer llibre titulat ??. Voldria saber de la teva vida, m ‘ho pregunten i no ser’, i és qu e escrius articles molt interessants. Busquem la manera de retrovar-nos. T. 659435673, etc. Jo et vaig arreu, però no aprofito com tu les xarxes socials.