Cuando el juego da voz: Una propuesta teatral para favorecer la inclusión y la participación lingüística en la escuela

Enric Boada es maestro, actor y docente de teatro. Cree firmemente en el poder transformador de las artes escénicas dentro del aula ordinaria de Educación Primaria. Con una trayectoria que combina escenarios y escuelas, defiende que el juego dramático puede ser mucho más que una actividad lúdica: es una herramienta pedagógica potente, viva, que da voz, autoestima y lenguaje a niños y niñas que, a menudo, no saben que pueden —y tienen derecho a— expresarse, equivocarse y crecer a través de la palabra compartida. Para él, el teatro no es solo una disciplina artística, sino una manera de estar en el mundo, también dentro del aula.
Enric BoadaLunes, 11 de August de 2025
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© ADOBE STOCK

Trabajar en la escuela Ferrer i Guàrdia —que actualmente ya es un instituto escuela—, situada en el barrio de Ciutat Meridiana de Barcelona, un entorno con realidades socioculturales diversas y ricas, implica reinventarse constantemente, escuchar de verdad y adaptarse a unas necesidades que a menudo van mucho más allá del currículo. En este contexto, las artes escénicas no son un lujo ni una actividad extra, sino un recurso fundamental para favorecer la expresión, la cohesión y el bienestar.

Como persona docente de teatro, una de las peticiones que me hizo el centro fue clara: ayudar al alumnado a mejorar su expresión oral en lengua catalana. Esta demanda, lejos de ser solo lingüística, escondía un deseo más profundo y valioso: dar voz, espacio y seguridad a niños y niñas que a menudo no tienen ni la oportunidad ni el entorno adecuado para expresarse con libertad, espontaneidad y confianza.

La improvisación como base

Para responder a ello, diseñé una actividad basada en la improvisación teatral. No buscaba únicamente trabajar la lengua desde un enfoque mecánico o memorístico, sino generar situaciones en las que la comunicación tuviera un sentido real, emocional y creativo. Quería que las palabras surgieran de la necesidad de decir algo, de una situación compartida, y que aparecieran con fuerza, con voluntad de ser escuchadas y comprendidas.

La propuesta era aparentemente sencilla, pero llena de posibilidades: crear una situación imaginaria dentro de un escenario ficticio —una peluquería— y distribuir cinco roles distintos: un cliente que se corta el pelo (personaje 1), el peluquero (personaje 2), un fontanero que repara una avería (personaje 3), un cliente enfadado (personaje 4) y otro cliente con una personalidad singular (personaje 5). Cada uno de estos roles era asumido por un grupo de 5 o 6 alumnos. Esto permitía que todos participaran, observaran, escucharan, interiorizaran y, más tarde, actuaran. Todos podían encontrar su espacio dentro de la escena.

La improvisación comenzaba con una consigna muy abierta que daba pie al juego: un conflicto, una avería, un malentendido. A partir de ahí, todo fluía con una gran riqueza de interacciones, acciones y lenguaje espontáneo. Para guiar el desarrollo y marcar ritmos, usábamos las órdenes típicas de reproducción de vídeo: “Play”, “Pause” y “Stop”, como si estuviéramos delante de una grabación. Esta estructura ayudaba a contener el juego, a darle forma y a intervenir pedagógicamente cuando era necesario. Cuando se decía “Pause”, los actores se quedaban congelados, y eso nos permitía hacer observaciones, sugerencias o pequeños comentarios sobre el lenguaje o la actuación. Con “Stop” cerrábamos una secuencia para empezar otra. Y con “¡Cambio!”, los alumnos del público sustituían a los actores congelados, adoptando exactamente su posición y expresión para continuar la improvisación como si nada hubiera pasado.

El docente como "fantasma pedagógico"

Yo, como persona docente, me movía por en medio como un “fantasma pedagógico”: invisible pero presente, con la complicidad previa de la clase. Si un alumno tenía dificultad con la lengua catalana, le susurraba una frase para ayudarle. Si decía una expresión incorrecta, le sugería en voz baja la corrección. Esta presencia etérea del docente servía para ofrecer apoyo sin interrumpir el flujo de la escena, y era percibida por los alumnos como una red de seguridad, no como una corrección estricta. Eso proporcionaba seguridad, naturalidad y fluidez en la conversación, y evitaba bloqueos o vergüenza delante de los compañeros.

Lo que más me impresionó —y emocionó— fue ver cómo niños y niñas que habitualmente se mostraban tímidos, callados o inseguros, encontraban en esta estructura un espacio seguro para expresarse. De repente, tener un personaje les liberaba del miedo a “ser ellos mismos” y podían hablar, probar, equivocarse y corregirse sin presión. Y todo esto en catalán, desde un contexto comunicativo lúdico y agradable.

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Lo que más me impresionó —y emocionó— fue ver cómo niños y niñas que habitualmente se mostraban tímidos, callados o inseguros, encontraban en esta estructura un espacio seguro para expresarse

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También fue muy enriquecedor observar cómo mejoraban la empatía, la escucha activa y la capacidad de trabajar en grupo. Para poder sustituir a alguien en la escena, había que haber estado atento a lo que hacía y decía. Había que meterse en su “papel”, mantener el tono, la postura, la intención. Este ejercicio no solo era lingüístico: era emocional, corporal, relacional. Y en este sentido, se convertía en una experiencia de aprendizaje global, que trascendía el aula de lengua y tocaba muchos otros aspectos del desarrollo del alumnado.

Herramienta pedagógica de primer orden

Esta experiencia me reafirma en una convicción que muchos docentes compartimos pero que a menudo queda en segundo plano dentro de los espacios educativos más formales: las artes escénicas son una herramienta pedagógica de primer orden. No son un complemento, ni un premio de final de trimestre. Son un medio con un potencial extraordinario para trabajar lengua, valores, emociones, cohesión, creatividad y pensamiento crítico. Y más aún en contextos con una gran diversidad cultural y lingüística, donde el juego teatral se convierte en un refugio, una catapulta y un espejo a la vez. Una manera de estar en el mundo y entenderlo.

Cuando los niños y niñas pueden ser peluqueros, clientes, fontaneros o lo que sea dentro de una escena imaginaria, también están aprendiendo a ser ciudadanos, a escuchar y ser escuchados, a ponerse en la piel del otro. Y cuando pueden hacerlo en catalán, se les abre una puerta a la pertenencia y a la participación activa dentro de su entorno escolar y social. Y eso, más que una mejora lingüística, es una experiencia vital, un acto de reconocimiento y de confianza.

Porque cuando un niño o una niña habla —y es escuchado—, empieza también a existir como sujeto dentro de la comunidad.

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