Los cuidados: el verdadero eslabón de la humanidad
Cuando una antropóloga fue preguntada por cuál era el primer signo de civilización, no habló de armas, ni de fuego, ni de pinturas rupestres. Mostró un hueso fracturado que había vuelto a soldar. Aquel hallazgo significaba que alguien había cuidado al herido: le dio alimento, lo protegió, lo sostuvo el tiempo suficiente para que la vida venciera a la fragilidad. Sin ese gesto de atención, no habría habido historia, cultura ni futuro. El comienzo de lo humano se encuentra en la mano tendida al que no puede seguir por sí mismo.
Roy Galán lo recuerda a propósito de Jane Wilde, la primera esposa de Stephen Hawking. Mientras el mundo entero admira al genio que buscó el origen del universo, Jane dedicó veinticinco años de su vida a mantenerlo con los pies en la tierra. Lo cuidó en lo más íntimo, en lo más corporal, en lo más elemental: limpiar, alimentar, acompañar, sostener. La entrega fue tan radical que su vida llegó a parecerle un sacrificio obsceno, el de ofrecer su tiempo —ese bien irrepetible— para que otro pudiera brillar.
El dramatismo de esta historia está en la paradoja: sin Jane, Hawking quizá nunca hubiera tenido la serenidad para pensar en agujeros negros ni para escribir sus libros. Pero al final fue ella quien quedó apartada, reducida a una nota al pie en la biografía de un genio. Como tantas veces ocurre, lo invisible de los cuidados desaparece detrás del fulgor de lo épico.
En la familia y en la educación ocurre algo semejante. Un niño no puede desplegar sus talentos si antes no ha habido alguien que se haya desvelado por él en las noches de fiebre, que haya renunciado a su descanso para sostenerlo en su fragilidad. En el aula, ningún aprendizaje significativo florece si no existe un clima de cuidado, de acogida, de reconocimiento. Un alumno que se sabe atendido, querido y respetado, tendrá la seguridad suficiente para explorar, equivocarse y crecer.
Por eso, la verdadera genialidad educativa no está en acumular programas, metodologías o dispositivos, sino en esa tarea callada que no se puede medir en rankings: mirar al que está roto y ofrecerle la oportunidad de recomponerse. La madre que limpia, el padre que escucha, la maestra que dedica unos minutos más al alumno que llega con la mochila cargada de tristeza… ellos son los verdaderos arquitectos de la civilización.
El hueso fracturado que cicatriza y la vida de Jane Wilde nos recuerdan lo mismo: que la humanidad comienza allí donde alguien cuida. Que sin esos gestos de ternura, sacrificio y atención, no habría ciencia, ni cultura, ni futuro. Tal vez un día logremos enseñar a nuestros hijos que el auténtico genio no es el que explica el universo, sino el que es capaz de sostenerlo con un simple gesto de amor.
