DOCENTIA: Evaluar para domesticar, no para educar
En el marco de la universidad contemporánea, se ha instalado una tendencia cada vez más inquietante: la obsesión por evaluar, certificar y controlar la actividad docente mediante mecanismos estandarizados que poco o nada tienen que ver con el ejercicio real de enseñar. En ese contexto, el Programa DOCENTIA –presentado por ANECA como un instrumento para impulsar la calidad educativa– se ha convertido en uno de los dispositivos más polémicos y contradictorios del sistema universitario español. Lo que empezó como una estrategia de mejora ha derivado en una maquinaria de fiscalización institucional que transforma el aula en un espacio de simulación, la docencia en una rutina burocrática y al profesor en un sujeto vigilado.
DOCENTIA se aplica como requisito formal en numerosas universidades, condicionando la carrera profesional de miles de docentes. Afecta la renovación de acreditaciones, el acceso a cuerpos funcionarios, la percepción de incentivos económicos, la asignación de docencia y el reconocimiento institucional. Quien no se somete al proceso, quien no se inscribe en el sistema anual, es automáticamente calificado como “no positivo”, sin importar su trayectoria ni su impacto educativo. Y si esa calificación se repite en dos convocatorias consecutivas, el castigo se activa: el profesor debe realizar actividades formativas durante un curso completo, inscribirse en el Programa de Apoyo a la Enseñanza (PAE), y ajustar su perfil a los estándares exigidos. No hay alternativa. La participación no es voluntaria. El mecanismo no promueve el desarrollo: impone obediencia.
En universidades como la Complutense de Madrid, el modelo DOCENTIA se aplica mediante una estructura porcentual que distribuye el peso evaluativo entre cuatro componentes. El más determinante son las encuestas estudiantiles, que representan un 65,5% del resultado final. No es un error tipográfico: dos tercios del juicio sobre el docente se depositan en la opinión del alumnado. Sin embargo, aquí emerge una paradoja grave. El profesor está obligado a inscribirse y someterse a evaluación; pero el estudiante no tiene ninguna obligación de participar. Puede responder si quiere, y cuando quiere. Y basta con que solo el 15% de los matriculados complete la encuesta para que se considere válida. No se exige representatividad, ni criterios pedagógicos, ni supervisión metodológica.
DOCENTIA se aplica como requisito formal en numerosas universidades, condicionando la carrera profesional de miles de docentes
Esto genera un sesgo estructural que compromete seriamente la legitimidad del instrumento. En la práctica, las respuestas provienen –mayoritariamente– de dos tipos de alumnos: los que han aprobado y están satisfechos, y los que no han superado la asignatura y aprovechan el anonimato para penalizar al profesor. La muestra es débil, polarizada y emocionalmente cargada. Y sin embargo, se utiliza como base oficial para emitir un juicio institucional. El proceso se convierte en una mezcla de favorabilidad espontánea y venganza disfrazada de opinión pedagógica.
Las preguntas incluidas en las encuestas agravan el problema. Lejos de recoger información relevante sobre la práctica docente, se enfocan en impresiones ambiguas, sensaciones personales y valoraciones subjetivas: “¿El profesor muestra competencia en la materia que explica?”; “¿En mi opinión es un buen profesor?”; “¿Estoy satisfecho con su labor docente?”. No se pregunta por el diseño didáctico, la capacidad de fomentar el pensamiento crítico, la integración interdisciplinar, ni la profundidad conceptual del curso. Se mide agrado. Se premia simpatía. Se penaliza exigencia. Así, la enseñanza se convierte en una carrera por gustar, no por formar. El docente enseña mirando de reojo los indicadores afectivos que podrían determinar su continuidad laboral.
La autoevaluación representa el segundo pilar del modelo: un 27,5% del total. En teoría, es un ejercicio de reflexión profesional. En la práctica, se ha convertido en un trámite confesional que exige al docente justificar sus resultados estadísticos, reconocer sus debilidades y proponer medidas específicas de mejora. Todo ello en relación directa con los datos arrojados por las encuestas estudiantiles. El profesor debe explicarse frente a cifras que provienen de una muestra incierta, desequilibrada y sesgada. Pero no solo eso: también debe asumir responsabilidad, aunque la institución no le garantice formación, recursos ni apoyo para implementar las mejoras propuestas.
La autoevaluación representa el segundo pilar del modelo: un 27,5% del total. En teoría, es un ejercicio de reflexión profesional. En la práctica, se ha convertido en un trámite confesional que exige al docente justificar sus resultados estadísticos, reconocer sus debilidades y proponer medidas específicas de mejora
Además, cada aspecto señalado como mejorable queda registrado. Y esa información puede usarse en futuras evaluaciones. ¿Qué docente se atreve a ser sincero si esa sinceridad puede convertirse en una prueba en su contra? El sistema premia el tono estratégico, la respuesta medida, la autojustificación conveniente. Se castiga la honestidad. Se desalienta la crítica. La reflexión desaparece bajo el peso del expediente. Lo que debería ser diálogo se transforma en formalismo. Lo que podría ser aprendizaje compartido se convierte en autovigilancia administrativa.
El informe del departamento, con apenas un 4% de impacto, completa el cuadro con una ambigüedad insalvable. Elaborado por la dirección, este documento está expuesto a dinámicas internas, relaciones personales, diferencias ideológicas y conflictos latentes. Puede ser complaciente o punitivo, pero raramente es pedagógico. Su escaso peso en el conjunto lo convierte en un gesto simbólico sin capacidad de diagnóstico ni de corrección.
El 3% restante proviene de bases institucionales, donde se valoran aspectos como la participación del docente en Grupos de Innovación Docente. Se distingue si es miembro o si ocupa el rol de director, como si eso determinara automáticamente la calidad de su enseñanza. Pero participar en un grupo no implica haber transformado el aula, ni haber generado impacto formativo. Lo que se evalúa es pertenencia administrativa, no resultado pedagógico.
Todo el sistema está atravesado por una lógica disciplinaria, emocional y administrativa que ignora la complejidad de la docencia universitaria
Todo el sistema está atravesado por una lógica disciplinaria, emocional y administrativa que ignora la complejidad de la docencia universitaria. El profesor no es tratado como sujeto intelectual, sino como objeto evaluable. No se le reconoce por su capacidad de pensar, investigar, interpelar ni transformar. Se le mide por su adhesión al modelo, su capacidad para agradar y su habilidad para responder al sistema sin generar fricción. Lo que se busca es un perfil funcional, obediente, previsible. La excelencia deja de ser profundidad académica y se convierte en simulacro certificado.
¿Dónde queda el compromiso con el aprendizaje? ¿Dónde queda el riesgo creativo, la incomodidad formativa, la exigencia intelectual? ¿Cómo se promueve la diversidad didáctica, el pensamiento crítico o la autonomía del docente si todo se reduce a encajar en un sistema orientado al cumplimiento, la satisfacción afectiva y la reproducción institucional?
DOCENTIA no mejora la enseñanza. La reglamenta, la uniformiza, la somete. Transforma la universidad en un espacio de gestión, donde el saber se instrumentaliza, el aula se vigila y el pensamiento se ajusta. El modelo recompensa lo complaciente, penaliza lo riguroso y premia el simulacro. La evaluación deja de ser herramienta pedagógica y se convierte en dispositivo de legitimación gerencial. La docencia ya no educa: se comporta.
Este tipo de sistemas no son simplemente imperfectos; son peligrosos. Porque erosionan la esencia misma de la universidad como espacio de pensamiento libre, formación crítica y transformación social. DOCENTIA, como los sexenios de investigación, es una pieza más en el engranaje que convierte el conocimiento en producto, al profesor en técnico y a la educación en trámite. Replantearlo no es una opción técnica, es una responsabilidad política. Porque lo que está en juego no es cómo se evalúa, sino qué significa enseñar en el siglo XXI.
Fernando Quirós es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid (UCM)
