Universidad en la encrucijada

Viernes, 19 de February de 2016
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La universidad ha protagonizado en las últimas semanas la actualidad con noticias que muestran su retrato desde diferentes ángulos. Nuevos rankings, en los que tan solo aparece una universidad española, la de Barcelona, entre las 25 primeras del mundo con más de 400 años de vida; mercado laboral y la conclusión de que la universidad no prepara para buscar empleo y que la mayoría lo encuentra por sus contactos; crisis financiera, precio de las tasas o deficiente internacionalización.

Sin embargo, y como una constante en los últimos años, todo es demasiado pragmático. Apenas, por no decir nada, se habla de la excelencia y la calidad de la formación, de cómo la universidad cumple su misión para ser la conciencia crítica y el motor de la sociedad. La esencia de la institución superior está en preparar a los estudiantes como personas cultas, íntegras y capaces de influir en la sociedad a través del servicio que prestaban con su profesión. La nueva sociedad, urgida por vertiginosos cambios, se está dejando influir por un entorno demasiado pragmático, superficial y relativista. Y esto conduce en gran medida a la pérdida de ese espíritu universitario que busca la formación integral de los estudiantes como personas y como profesionales.

Es cierto que la universidad debe reflexionar sobre los modelos de gobernanza y autonomía, sobre la internacionalización en un mundo cada vez más globalizado o sobre las nuevas tecnologías. Nadie se opone a la aplicación de reformas legales y estructurales o a buscar fórmulas que mejoren la financiación. Pero la universidad necesita de forma apremiante retomar los aspectos esenciales de su misión. Solo así contribuirá a la formación humana y profesional de sus alumnos y logrará de ellos una auténtica y profunda identidad personal y un compromiso fuerte, que les lleve a construir y fortalecer una sociedad más humanizada y cargada de valores, aunque el logro de ese objetivo encuentre serias dificultades.

Por fortuna, son muchos los que sostienen que la universidad es una etapa clave en el proceso de maduración personal, y no simplemente un lugar donde se aprende una profesión y se adquieren unos conocimientos. Y, por supuesto, es inimaginable compararla, aunque sea de manera impropia, con una agencia de colocación.

Es evidente que debido a factores económicos, sociales o tecnológicos se ha transformado el modo de entender la enseñanza superior, que se ha mercantilizado y aparece con un marcado carácter utilitarista, pero es preciso mirarla con otros ojos, con ojos más humanistas, para recuperar su razón de ser o, al menos, reorientar el rumbo. Y es indudable también la necesidad de lograr la convergencia de las nuevas tecnologías con el humanismo como fuente de conocimiento y creación en el proceso de renovación de la actividad universitaria.

De hecho, las universidades de élite estadounidenses abrieron hace tiempo un debate sobre si se están limitando a proporcionar herramientas para el triunfo profesional. Un debate que nuestras universidades también deberían afrontar.

Y en este entorno de una institución mercantilista aparecen los rankings, un fenómeno de nuestro tiempo, que incluso llega a obsesionar a los responsables de los campus y que, debido en gran media a la competitividad, perturba la vida universitaria. Es una fórmula discutida pero inevitable y aceptada como modo de medir la reputación, aunque necesitada de cierta modulación.

El problema radica en qué factores se tienen en cuenta para establecer esos rankings y en si los que se tiene en cuenta son los más eficaces y decisivos o los más fáciles de aplicar. Además y en opinión de los estudiosos de sus efectos, su carácter generalista no contribuye a medir en su justa medida la reputación de las universidades. Y puesto que se presentan como algo ante lo que no hay vuelta atrás, se impone ajustar los indicadores y realizar la medida por áreas más que por el conjunto de la institución, poque parece más razonable ser excelente en algo propio que distingue a un centro y marca su identidad, lo hace reconocible.

En definitiva, la universidad se encuentra ante la encrucijada de ser ella misma y no solo de preparar para un puesto de trabajo sino de formar ciudadanos cultos, íntegros y con sentido crítico, capaces de marcar el buen camino a la sociedad en estos tiempos convulsos.

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