Decadencia

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Optar por salvar antes a un animal que a un ser humano, en una situación crítica para ambos, puede poner a prueba muchas de las convicciones que se tienen, incluso la educación recibida, por no hablar del grado civilizatorio de los individuos que toman semejante decisión. Si el elegido para la vida lo es en contra de la naturaleza del hombre, ya digo, la jerarquía de valores, si alguna vez se tuvo, queda comprometida seriamente. Y si, además, el sacrificado es uno de tu misma especie, un familiar directo para más señas, como luego se verá, el problema abandona la superficialidad.

Este preámbulo, de todo punto necesario para entender el alegato que soporta la tribuna, es el que se repite de manera machacona en la experiencia profesional del que firma. Por no extenderme, cada año, desde hace unos quince, planteo en el aula siempre el mismo dilema moral, uno que sitúa al individuo frente al espejo y le obliga a tomar partido, a manifestar el sistema de valores que le asiste. Propongo que, en caso de declararse una emergencia vital, por ejemplo, un súbito incendio en uno de los locales comerciales conocidos por el protagonista, y estando en el espacio, tras evacuarse el lugar, como únicos acompañantes de nuestro héroe, su propia mascota y un anciano que apenas puede valerse por sí solo y del que lo ignora todo, aunque no su condición humana, decida a quién salvar antes y por qué. La respuesta, al igual que el conflicto ético, se han mantenido idénticos en los últimos diez años. La mayor parte de los chicos pondría a salvo al animal antes que al viejo impedido, y además sin dudarlo. Incluso, se llega al extremo de que salvarían antes al perro que a su ¡propio abuelo! No estoy exagerando. Hagan la prueba en casa y se sorprenderán con lo que escuchen de sus hijos.

Escribió Chesterton, muy útil para acotar el origen del problema, que “el hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos”

Escribió Chesterton, muy útil para acotar el origen del problema, que “el hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos”. La anécdota, mil veces repetida en el tiempo, deja de serlo en el momento en el que se convierte en una imagen certera de la realidad. Algunos alegarán que la decisión unánime de los chicos es la típica estupidez de la adolescencia, cuando los valores todavía no se han interiorizado, pero también escribió Fernando Savater, en su celebrado Diccionario Filosófico, que “la estupidez es una categoría moral, no una calificación intelectual”. Resumiendo: la verdad ha perdido el carisma y la legitimidad y la estupidez humana ha venido en su sustitución.

¿Qué ha ocurrido para que varias generaciones de adolescentes prioricen la vida de un animal frente a la de su especie? Pues, ni más ni menos, que la decadencia de la civilización occidental se manifiesta tan orgullosa como desafiante. ¿Y cuándo y dónde comenzó esta decadencia? En el mismo sistema educativo, concretamente, a partir de finales de los 80 y principios de los 90 del siglo pasado, cuando la promesa del paraíso, la de un mundo nuevo en la enseñanza se hizo realidad. En su consecuencia, se demonizó la autoridad, la disciplina, la memoria, el talento y la excelencia, pero también el relato ético, pues se impuso el relativismo a sangre y fuego. El resultado final de tanto esfuerzo por “liberar” a los alumnos del yugo del conocimiento es la ignorancia que impera en las aulas y la ausencia de una jerarquía de valores en el desarrollo de su personalidad moral. Porque escuchar, durante más de una década, que el abuelo “ya ha vivido lo suficiente” para soportar el argumento de que la mascota se merece más la vida, no sólo apunta a la desfachatez de una decisión totalmente arbitraria y antinatural, sino a la pura ignorancia.

La última pregunta: ¿quiénes son los responsables directos de la decadencia de la civilización? Los chiripitifláuticos de la enseñanza y todos los que les han ayudado en su nefasta labor de deshumanización. Como Melville describe al capitán Acab, que “ni dormido olvida su propósito”, así son los pseudopedagogos, los parásitos de la ignorancia, relevo generacional de los sofistas de antaño. La única salida a la decadencia que se cierne sobre Occidente es la misma receta que rechaza el gremio de las competencias y la gamificación, la educación, pero la genuina, la clásica, la del esfuerzo y el compromiso, la de la esperanza.

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