La madurez lectora no se espera, se crea
Encima de mi mesa tengo dos artículos científicos que he revisado esta semana. El primero, titulado Early Reading at First Grade Predicts Adult Reading at Age 42 in Typical and Dyslexic Readers, cuyo primer autor es Emilio Ferrer, describe que los niños con dificultades lectoras a los 6 años son los adultos que peor leen a los 42, es decir, 36 años después. Los investigadores muestran cómo la brecha con respecto a sus iguales se amplía con el paso de las décadas. Se trata de un artículo riguroso que explica que, para muchos de los niños que se quedan atrás, la diferencia en las habilidades lectoras respecto a sus iguales se va haciendo cada vez mayor.
El segundo trabajo se titula The Reading Is Language (RIL) Model: A Theoretical Framework for Language and Reading Development and Intervention. En él, dos referentes en el área, Margaret Snowling y Charles Hulme, señalan que la implementación de programas lingüísticos estructurados que aborden aspectos como la conciencia fonémica (la capacidad de manipular los sonidos que componen las palabras), la enseñanza explícita del vocabulario y el desarrollo de las habilidades narrativas y gramaticales puede mejorar, cursos después, el rendimiento lector del alumnado. La lectura es lenguaje mediado por una serie de símbolos gráficos; por tanto, es muy razonable esperar que un fuerte desarrollo lingüístico esté en la base de un fuerte desarrollo lector.
Este tipo de trabajos se enfrentan a una visión alternativa según la cual las dificultades que muestran algunos niños en su alfabetización temprana son principalmente de carácter madurativo; es decir, responderían al hecho de que cada niño aprende a leer a su propio ritmo. Preocuparse o intervenir, según esta perspectiva, no sería necesario. La lectura —se afirma— llega con la madurez, con el tiempo, con la espera.
Por desgracia, esto no parece una buena idea. En alfabetización y desarrollo lingüístico —ámbitos en los que he pasado horas evaluando las evidencias disponibles—, las brechas aparecen muy temprano. Cuanto más tardamos en abordarlas, más se amplían, hasta que llega un punto en que su magnitud hace muy difícil cerrarlas.
Por ello, siguiendo el ejemplo de Snowling y Hulme, parece muy sensato introducir programas tempranos que fomenten el desarrollo lingüístico de los más pequeños de forma estructurada, sólida y fundamentada. Esto debe ir acompañado de una enseñanza de la lectura bien informada por la investigación; es decir, una enseñanza que muestre cómo suenan las letras, que ofrezca repasos acumulativos, que implique reconocer, segmentar e integrar los sonidos de las letras mediante tareas de conciencia fonémica y que conecte todo ello, de manera explícita, con actividades de lectura que requieran acceder al significado de las palabras escritas. Además, siguiendo modelos como el de Respuesta a la Intervención (Response to Intervention), resulta razonable introducir lo antes posible una intervención intensiva, focalizada y en grupos pequeños para aquellos alumnos que comienzan a mostrar sus primeras dificultades. Crear estos engranajes organizativos centrados en la prevención y la respuesta temprana es fundamental.
La madurez lectora no se espera, se crea.
